lunes, 19 de agosto de 2019



DÍA DOMINGO



Los domingos de mi niñez en Calkiní, tenían un itinerario común: ir a misa de 10 y luego acompañar a mi mamá a su visita al cementerio. Nunca me ha parecido triste ni tenebroso el camposanto. Mi mamá y mi abuela me enseñaron con su ejemplo, que se visita con alegría a aquellos que se nos adelantaron, así como si siguieran con vida, pero domiciliados en aquel espacio. 


Iniciábamos la ruta pasando con doña Tina Casanova por las veladoras -casi siempre llevábamos las que estaban envueltas en papel de china de colores- y por supuesto, una cajita de cerillos . Mi papá había ido temprano al mercado o traía desde Mérida las flores que colocaríamos a nuestros muertos.

El cementerio de la ciudad iniciaba con imponente arco enrejado, dejaba ver un camino rodeado de mausoleos y criptas hasta la pequeña capilla. Mucha gente acudía a lo largo del día. Todos ocupados en limpiar un poco los nichos y después acomodar con cuidado flores y veladoras llevadas para la ocasión. 
Había que “hacer cola” para lavar vasos y/o latas tomadas de las tumbas –a veces en “préstamo”, a veces las propias- para poner esas veladoras de papeles coloridos y las hermosas flores. Si llevábamos una cubeta, mantenerla llena era todo un desafío, pues del pozo a la tumba, con el peso y el ritmo, difícilmente conservaría la mitad de su contenido.


En tanto se hacía la piadosa tarea, era común encontrarse con familiares y amigos que hacían lo propio. Se añadía entonces el pequeño disfrute de saludarlos o conversar un poco con ellos, conociendo las novedades ocurridas durante los últimos tiempos.

En mi ociosidad de niña, me encantaba leer las lápidas y conocer un sinfín de nombres que se usaban de antaño: Marciala, Saturnina, Mamerta, Rosendo… Me gustaba también calcular los años vividos de cada difunto y “saber” que se habían casado muy jóvenes o que sus parejas les llevaban muchos años, que partieron a temprana edad, o bien muy ancianos.

Siempre había gente rezando, algunos eran familiares de los difuntos, pero otros se desempeñaban en ese oficio y eran muy solicitados.

Resultaba inevitable pasar por el espacio en el que se veían algunas cajas deshechas, de madera “podrida” y colores “destintados”. Oí decir que ahí se pasaban los restos de los muertos, del ataúd a la urna (que en ese entonces solo era una especie lata de aluminio con tapa), y que al menos un familiar debía estar presente cuando el sepulturero realizaba la exhumación y el conteo de huesos. Eso sí me parecía macabro.

La mayoría de las tumbas tenía una especie de casita encima, en la cual se resguardaba la llama de las veladoras. Casi no había lápidas, pero se dibujaba con letra “gótica” en color negro, el nombre del difunto y las fechas de nacimiento y deceso.

Después de visitar la tumba de los difuntos de la familia: los consanguíneos, los que no y hasta aquellos “ilegítimos” o de otros apellidos -que sin embargo, eran parientes- nos encaminábamos hacia la puerta para salir y aprovechar que invariablemente, estaría un paletero, un heladero o un raspadero, para saciar la sed que tal ejercicio nos había dejado.

La muerte así, no se percibe atemorizante. Quienes se nos adelantaron viven por siempre en nuestro recuerdo a la luz de la veladora que simboliza, que seguiremos con ellos, aún estando entre los muertos. (Yo).

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