martes, 28 de julio de 2020

Triduo


Ayer mi mente regresó en el tiempo permitiéndome revivir hermosos ayeres llenos de cariño y devoción. Al iniciar el Triduo Pascual viajábamos a Calkiní, y nos preparábamos para asistir a la misa de lavatorio... Los chiquillos procurábamos acercarnos lo más posible al altar para ver cómo el sacerdote lavaba los pies a los afortunados apóstoles de aquél ciclo (a veces adultos mayores, otras veces adultos jóvenes y alguna vez, adolescentes). Que grande se veía aquél gesto! Realmente sentía que Jesús regalaba mucho más que su servicio en aquél humilde acto. Siempre me sentí un poco decepcionada de no poder ser un apóstol como ellos, para poder ser partícipe de aquella conmemoración. Después apóstoles, representantes de las legiones y adoradores se retiraban al sagrario para iniciar la vigilia ante el Santísimo. Los chiquillos nos asomábamos para “acechar” un ratito y después salíamos para disfrutar del parque y los juegos, también de un “saborín” cuadradito o bien, si era posible, de unos panuchos con la sidra Pino o el Soldado de chocolate.
El viernes por la mañana nos íbamos al Viacrucis; como había donde elegir, algunas veces asistimos al barrio de San Luis, otras a Kukab, a San Martín, la Candelaria, o la Concepción, que eran los barrios más cercanos al centro; alguna otra vez, esperamos en la puerta el paso del Viacrucis viviente que generalmente partía en la salida hacia Dzilbalché. Qué bonito era asistir desde el momento de la reunión en el sitio elegido! La gente se saludaba con afecto y muchas veces, los más devotos, inclusive repartían vasitos con Saká o Pozole. Poco a poco caminábamos detrás del triciclo del sonido y la cruz de madera que se turnaba para cargar alguno de los asistentes; parábamos conforme se daban las estaciones, y desde el más pequeño hasta el mayor, devotamente hacíamos la señal de la Cruz en el piso (el pavimento, generalmente),nos hincábamos a veces en el suelo, otras sobre un cartón llevado para la ocasión y rezábamos la oración respectiva. Después continuábamos la caminata con -“Perdón oh! Dios mío, perdón indulgencia...”- bajo el ardiente sol y esquivando las sombrillas de las señoras de la multitud.Al llegar a la Iglesia principal (San Luis Obispo) muchos se adelantaban a entrar para ocupar un lugar en las bancas del templo, otros corrían hacia el ventero de granizados o el de paletas, pero otros más, permanecíamos esperando la entrada de la Cruz del barrio con la que veníamos. Cuánta devoción se sentía de ver llegar la cruz de cada uno de los barrios con la procesión de gente respectiva! Al llegar el Viacrucis viviente corríamos a ver la representación de la crucificción en el atrio y posteriormente, escuchar las 7 palabras. Recuerdo haber llorado más de una vez, al escuchar la pasión de Cristo y haberme impresionado con la subida, entre el sonido de matracas, del Cristo de yeso a la Cruz principal del templo. Los señores encaramados en altas escaleras, sujetaban con lienzos la imagen, hasta colocarla en la cruz al pie del altar. Sonidos que guardo en mi mente y en mi corazón.
Después de ir a comer, regresábamos a los oficios de viernes Santo. -“Mirad el árbol de la Cruz-“era el cántico que nos indicaba la hora de adorar el crucifijo para lo cual se hacía larga cola. Luego, la comunión, que era otra fila inmensa, para después esperar un poco más ya sea en el parque principal o en casa, la hora de regresar al templo y salir con la imágen de la dolorosa y el santo sepulcro a la procesión en el Rosario de pésame. De nuevo se escuchaba el sonido de matracas y con solemnidad, el gentío bajaba desde la Iglesia hasta darle una vuelta completa al centro para regresar de nuevo y dejar ahí el Santo sepulcro en espera de la resurrección del Señor. Cómo recuerdo los hermosos caireles de flor de Mayo blanca con que se adornaba el ataúd donde yacía el Cristo de yeso de mi Calkiní, los olores del incienso y los rezos del rosario de pésame, la multitud avanzando en silencio y vestida con colores obscuros, acompañándose en la tristeza del momento. Todo el viernes santo, lo pasábamos en la Iglesia y lo disfrutábamos, por la devoción, la tradición y porque veíamos a toda la familia extendida, a los amigos y conocidos, pues casi todo el municipio estaba ahí reunido. Al finalizar, regresábamos al inmenso parque a conversar, a cenar, o solamente a disfrutar del fresco del aire ahí.
El sábado por la noche, ir a la Iglesia con nuestras velas de parafina y nuestros cubos de agua, era toda una aventura. Se apagaban las luces del templo y el sacerdote iniciaba la oración para el cirio pascual y el fuego. Después encendíamos las velas haciendo mágico el momento que se complementaba después con el vuelo de las campanas y el cántico alegre del gloria de resurrección. Hermosos momentos de dicha en que nos dábamos abrazos sinceros de alegría, con cariño y respeto a todos aquellos que estábamos cercanos en el templo. Al finalizar la misa, corríamos atrás de la Iglesia para esperar la bendición de los cubos de agua (y tener la suficiente agua bendita para todo el año), luego ir de vuelta a nuestras casas para descansar y esperar el domingo para asistir a la misa de acción de gracias. Todo un devocionario que esperaba y disfrutaba año con año; para mí, esas eran mágicas vacaciones, pues tenía la enorme oportunidad de ver a todos mis amigos, a mi mamá Tina, tíos, primos y conocidos; disfrutaba del parque, de los saborines, paletas granizados, del bacalao que guisaban mi mamá y mamá Tina, del agua de marañón, del pozole y del Saká.
Hoy todo fue distinto, no solo por la pandemia, sino porque ya hace muchos ayeres que no paso los días santos en Calkiní. Cuánta riqueza cultural y humana recibí de mis padres que me llevaban ahí, a vivir afortunados momentos. Gracias Lita y Varón por darme esa infancia y adolescencia tan especial.
Yo

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